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JOSE MARTI.

viernes, 7 de agosto de 2009

MIRTA BRAVO, EL TERROR DE LAS RECLUSAS. (ARTÍCULO)

Por: Iliana Curra

Aparentaba unos cincuenta y tantos años de edad. Su rostro, endurecido por su labor represiva en extremo y su caracter fuerte y dominante, la hacían una de las oficiales más temidas en la prisión de máximo rigor de Kilo 5 en la provincia de Camagüey.

Ostentaba grados de capitana, y por lo que pude conocer, su responsabilidad era atender la situación que pudiera crearse en la prisión por motivos de robos y cosas relacionadas con causas comunes.

Tenía una red de reclusas informantes para controlar la prisión en todos los sentidos. Ella, lo mismo interceptaba cartas conocidas en la jerga presidiaria como “picúas”, castigaba a la que robara un plátano para mitigar su hambre, que intervenía en el castigo contra las presas del penal.

Estando yo en el área de sol, una especie de patio cerrado con un muro, a donde nos llevaban una hora de lunes a viernes, previa reclamación incesante para que no violaran ese derecho, la ví entrar por una puerta que daba acceso a la zona de oficinas de las oficiales del penal. Habíamos apenas unas tres o cuatro presas solamente, y yo me había sentado en una de las sillas que pertenecían a las guardias que debían cuidar el área. Las guardias no se encontraban, y yo aproveché para estar más cómoda ya que, lo que quedaba era un pequeño muro del cantero que era donde único podíamos sentarnos. Mis piernas estaban encima de otra silla que estaba al lado, cuando ví a entrar a la persona que, posiblemente, más temían en la prisión: la capitana Mirta Bravo.

La ví llegar y me hice la que no la había visto. Las presas se levantaron como un resorte y se pusieron en atención, práctica cotidiana cuando una oficial se presentaba ante las reclusas. Yo me quedé sentada. No me interesaba levantarme y, mucho menos perder mi comodidad mañanera. Fue lentamente hasta mí. Su andar, teatral y premeditado, me presagiaba un problema, pero mi decisión de no levantarme crecía a medida que se acercaba.

“¿Usted no sabe que tiene que levantarse cuando una oficial llega?” Fue cuando levanté mi vista y la ví parada frente a mí con una cara molesta y desconcertada a la vez. La capitana Bravo no podía creer lo que le estaban haciendo. Nadie se atrevería a semejante desafío.

Mi respuesta fue escueta: “Sí”. ¿Y entonces por qué no se pone de pie?”, me dijo en un tono tan autoritario como sus grados del Ministerio del Interior. Le dije: “Porque no soy militar”. El rostro se le endureció tanto que creí que sacaría su pistola para darme un tiro. Estoy convencida de que deseos no le faltaron. Cogió aire, y con el tono más fuerte aún, me dijo: “¡Tiene que pararse, reclusa!”. No me paré y le dije: “No soy militar y no tengo por qué hacerlo”.
Terminé en la oficina de la jefa del penal, en ese entonces una capitana con aires de nazi que me exigió cumpliera con las reglas penitenciarias, a la que le dije de la manera más sincera: “Puede estar segura que, frente a esa oficial jamás me pondré de pie, ni la saludaré, ni acataré regla alguna. Realmente ella es una déspota y me cae bien mal. La opción está en la celda de castigo y pueden llevarme cuando quiera” .

La capitana entendió que tendría que llevarme castigada, golpearme, o fusilarme si quería. Mi decisión estaba tomada y no la cambiaría jamás. Estaba muy seria. Hubiera querido desaparecerme de Camagüey, pero no podía. Entonces me habló bajito: “Por favor, trata de portarte bien para que te vayas pronto”. “Yo sé que la capitana Mirta Bravo no es fácil, pero hay que respetarla”. Le dije: “Pues respétenla ustedes. Yo no tengo por qué hacerlo”. Continué: “Que trate de no pasar por donde yo estoy, que yo haré lo mismo, si es que puedo, pues movilidad aquí no tengo ninguna”.

Nunca supe qué hablaron con ella. Qué determinaron para que no nos encontráramos, pero el asunto fue que, ya no la encontré más para que me exigiera algo que yo no haría, aunque me castigaran.

Pero nos volvimos a ver una vez más. Cuando interceptaron una “picúa” que le envíaba a un prisionero político que estaba en la prisión de Cerámica Roja. Este hermano de lucha me había escrito y me contaba que quería comunicarse con uno de los nuestros en la prisión de Kilo 7, pero no podía. Yo, al responderle, le decía que me la envíara a mí, que yo se la haría llegar. Sin salir de la galera yo tenía la posibilidad de comunicarme con esas prisiones, gracias a presas que me ayudaban.

Pero esta vez me había fallado alguien y la correspondencia estaba ahora en manos de la capitana Mirta Bravo. Me mandó a buscar a su oficina, y cuando entré, estaba sentada tan estirada como podía. Tenía encima de su buró la carta y me dijo de forma triunfante: “Cogí tu carta. Resulta que tienes más conexiones de lo que imaginaba”. No había mucho que decir y simplemente le respondí: “Sí, esta vez la interceptó, pero voy a seguir escribiendo y le garantizo que no volverá a suceder”. Ahora ganó, pero no evitará que me siga comunicando con los míos”.

Aparentemente, en esta ocasión estaba más preparada para tratarme. Me miró con odio, pero sabiendo que no le temía, como la gran mayoría de las reclusas que temblaban, nada más de verla. Me dijo: “Puedes irte, y ten cuidado, porque voy a seguir vigilando tus cartas clandestinas”. Mi respuesta fue escueta, pero tajante: Está bien, vamos a ver si puede”.

No tuvimos otro tipo de encuentro directo entre nosotras. Si la veía, era de lejos o pasando por los pasillos de la prisión, siempre imponiendo el terror a aquellas que le tenían pánico. Seguramente me vigiló, pero ya nunca más tuvo la suerte de que le entregaran mi correspondencia, ya sea por miedo, o por ganarse alguna prebenda presidiaria.

Creo que alguien me comentó que ya se retiró de su función represiva. No lo he podido confirmar. De lo que sí estoy segura es que, algún día, nos volveremos a ver. No ya decomisando cartas, ni exigiendo posiciones militares ante ella. Sino sentada en el banquillo de los acusados escuchando su largo y cruel historial de oficial del Departamento Técnico de Investigaciones cuando era el terror de las reclusas en una cárcel de mujeres de máxigo rigor. Y la historia dirá la última palabra.

2 comentarios:

cheoburumba dijo...

Querida Iliana, debes de haber cambiado tu email pues no me puedo comunicar contigo. Hoy me ha llegado este Blog y me encuentro nuevamente con tus escritos, con los cuales estoy de acuerdo.
Te felicito, querida hermana, y cuando tengas un momento, por favor mandame tu email.
No sabes la alegria que me ha dado entrar en este blog. Aunque si recibo de vez en cuando de mis amigos escritos tuyos.
Estos son tiempos muy difíciles para nuestros hermanos de la isla.
Necesitan mucha ayuda de Dios y de nosotros.
Un abrazo,
Martha Pardiño

Iliana Curra dijo...
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